Paradigma del fantasma italiano, especialista en armar ruido con dos nueces, los méritos de Filippo Tommaso Marinetti (1876-1944), "editor, poeta e ideólogo", en apariencia se reducen a haber encabezado el primero de los movimientos de vanguardia del siglo XX, el futurismo, pergeñando su famosa serie de "manifiestos" elevados a la categoría de arte por y desde sí mismos:
"Nosotros queremos exaltar el movimiento agresivo, el insomnio febril, la carrera, el salto mortal, la bofetada y el puñetazo.
"Queremos glorificar la guerra -única higiene del mundo-, el militarismo, el patriotismo, el gesto destructor de los anarquistas, las bellas ideas para las cuales se muere y el desprecio de la mujer.
"¡Estamos sobre el promontorio más elevado de los siglos! ¿Por qué deberíamos protegernos si pretendemos derribar las misteriosas puertas del Imposible? El Tiempo y el Espacio morirán mañana. Vivimos ya en lo absoluto porque ya hemos creado la eterna velocidad omnipresente"
Que Marinetti comprendió como nadie parte del espíritu de su época es algo sobre lo que caben pocas dudas. Su primer manifiesto apareció en Le Figaro en 1909; faltaban pues algunos años para que Dos Passos escribiese "Manhattan Transfer" y Alfred Döblin "Berlín Alexanderplatz", dos de las grandes obras maestras de la época, con sus imágenes fragmentadas como en distorsión de velocidad, sus cuadros de fábricas y vehículos vomitando multitudes, los ríos de conciencia en forma de monólogos interiores y el estrépito del pasado reciente quebrándose sin remedio. Pero Freud había publicado "La interpretación de los sueños" una década antes, los más importantes trabajos de Planck y Einstein estaban a la vuelta de la esquina y la mente del joven Wittgenstein ya fraguaba la composición del que sería el clavo definitivo en el ataúd de la filosofía y por ende del lenguaje mismo, su Tractatus Logico-Philosophicus.
Huelga decirlo hoy, se trataba de obras que iban a minar para siempre la idea del mundo que se había tenido hasta entonces. La gran crisis del lenguaje que serviría de caldo de cultivo para todo tipo de ismos llevaba algún tiempo desarrollándose en Viena, culturalmente la capital de Europa, "la ciudad del fin del mundo", como la llamaban sus habitantes; afectando primero a filósofos y poetas, era de esperar que esos procesos fuesen asimilados con más lentitud por la narrativa y en eso andaban novelistas como James Joyce o Döblin cuando Marinetti, vía París, apareció como un nuevo Moisés, portando las Tablas de la Ley bajo un cielo cargado de relámpagos:
"Afirmamos que el esplendor del mundo se ha enriquecido con una belleza nueva: la belleza de la velocidad. Un coche de carreras con su capó adornado con grandes tubos parecidos a serpientes de aliento explosivo... un automóvil rugiente que parece que corre sobre la metralla es más bello que la Victoria de Samotracia"
Espiritualmente, a Marinetti tampoco le faltaban ni le faltarían dopplegangers en otros países de su entorno, "dobles" junto a los que se hubiera sentido más a gusto dado que gran parte de los mencionados eran, de hecho, judíos. Su carácter iconoclasta y cierta violencia sanguínea sin contener remiten al borracho Alfred Jarry, fallecido poco antes, que con sus obras surrealistas sobre Ubú había animado el panorama teatral francés. También Apollinaire había sido publicado por entonces; André Breton por su parte, como una especie de Malcolm McLaren de entreguerras, se daba prisa por copiar este frenesí auto-publicitario como modelo para perfeccionar el arte de vivir del cuento y, sobre todo, lo que era algo más que palabras o expresiones de deseos, las artes plásticas se habían lanzado a confirmar esta visión del nuevo orden mundial. Había efectivamente toda una realidad en ciernes que reflejar y su exigencia era que ésto se hiciese ya y, ante todo, de forma diferente a como se había hecho hasta entonces.
El "Segundo Manifiesto Futurista" de 1912 propugnaba la destrucción del adjetivo, la abolición de la puntuación, la entrega sin condiciones a un dinamismo donde el "yo" no tenía lugar. De lo que se trataba era de acabar con la estructura entera de la sintaxis. Con la perspectiva del tiempo -estos días se cumplen cien años del inicio de su revolución- no es sin embargo a la imagen de una mente ni a una estructura de pensamiento -ni aun a una estructura destruida de pensamiento- a lo que remite Marinetti, sino que más bien sugiere la expresividad orgánica de un intestino de brillantes colores, los colores del hastío y de la enfermedad, de los alimentos que se pudren y de las explosiones de bacterias, y su agresiva regeneración en aras de la supervivencia del individuo, de su envanecimiento, de su aspiración por "tecnificar el universo entero".
El hijo aristócrata de uno de los hombres más ricos de Italia, en este "Segundo Manifiesto" compuesto bajo el dictado del sonido de la hélice de su avión sobrevolando Milán, volvía a cantar "a las grandes masas agitadas por el trabajo, el placer o la revuelta; a las locomotoras de pecho amplio, que patalean sobre los rieles; a las fábricas suspendidas de las nubes por los retorcidos hilos de sus humos". Antítesis del decadentismo estético de finales del siglo XIX, la "fétida gangrena" de un Huysmans por ejemplo, el futurismo literario de Marinetti no dejaba de ser una extensión natural de él. Y con su cabeza visible, un empresario-publicista-político-poeta, empezaría a cumplirse la profecía de Lautréamont en Los Cantos de Maldoror:
"En el el futuro, la poesía pertenecerá a todos".
Lo cierto es que el muy dinámico Marinetti, entusiasta de Mussolini hasta los postreros días de la República de Saló, no se caracterizaría por la insatisfacción propia de las vanguardias -sí por su apetito de destrucción- sino que más bien demostraría tener el perfil dominante de los que han sido deslumbrados por alguna verdad absoluta; no es de extrañar que muy pronto derivase en la política italiana aunque, entretanto, creó y dirigió con mano de hierro la revista Poesía, escribiendo asimismo breves obras teatrales como "Muñecas Eléctricas" (1909), famosa por incorporar robots a escena (lo que desde el siglo XVIII se llamaban "autómatas": nada que Poe y Hoffmann no hubiesen tratado antes), más manifiestos en forma de soflamas incendiarias, poesías absurdas de notable fuerza expresiva e incluso una novela, "Mafarka el Futurista" (1910), con la que sintetizó el nuevo vitalismo y reflejó a la italiana la mística alemana del Superhombre, convirtiéndose de ese modo en el poeta oficial del régimen faszio. Éste se lo recompensaría con generosidad.
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